Las seis
Ester subía de prisa las escaleras de la pensión porque había olvidado llevar consigo la estampa que Mario, antes de su viaje, le había regalado. Saca las llaves del bolsillo de su delantal color marrón que, por cierto, dibujaba muy bien las curvas de su delgado y esbelto cuerpo. Al abrir la puerta, sale el olor a humedad y, contemplando aquel cuarto estrecho, siente el frio de la soledad.
La noche del primer día de la semana apenas mudaba luna y Mario, después de contemplar perplejo por escasos minutos el firmamento, toma su maleta, termina su café a pequeños sorbos y, luego de un apasionado beso, trocado por el llanto de Ester, saca del portaequipaje la estampa de una cruz cualquiera… de una religión cualquiera. La mira de soslayo y, antes de emprender su camino rumbo al paradero del bus de las seis, la encomienda al cuidado de su mujer.
Para Ester no queda más que atisbar por la ventana y mover la mano en señal de despedida. Toma su lugar en la vieja silla de madera y deja la estampa en su regazo. El reloj, en su mano, está detenido marcando las tres. Levanta la mirada para distinguir en la penumbra a Mario, y por escasos momentos se escucha un disparo proveniente de la brumosa calle. Una lágrima recorre la mejilla de la mujer, mientras el silencio en el paradero calzado por asfalto, se ve inundando con sangre que destila a torrentes; y Mario, aunque esperanzado en sus pasos rápidos, es encontrado y entregado a su suerte. Son las seis.
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