Poeta nariñense (La Unión, febrero 22 de 1906 - Bogotá, noviembre 24 de 1974). Tuvo una etapa marcada por la nostalgia, mas no por el desarraigo; por la cotidianidad urbana, dividida entre los estudios de Derecho -y luego una infinita sucesión de cargos públicos- y el ejercicio literario - casi exclusivamente poético- con muy escasos acercamientos a los grupos y medios de divulgación. Inicialmente publicó, en 1928, los poemas "La Vela" y "Balada de Max Caparroja". En 1929 publicó en El Gráfico el único cuento que se le conoce: "Desiderio Landínez". Ya en 1931 se dio a conocer en el medio literario, por el espaldarazo de Rafael Maya, quien publicó varios poemas suyos en la Crónica Literaria de El País de Bogotá.
Los trece poemas que integran Morada al Sur, publicado al fin por el Ministerio de Educación, le valieron en 1963 el Premio Nacional de Poesía Guillermo Valencia.. En 1970 escribió sus cuatro últimos poemas, los más celebrados de una presunta "segunda etapa": "Sequía", "Tambores", "Lluvias" y "Yerba".
La obra poética de Aurelio Arturo, aunque brevísima, tiene un carácter: el tono épico en armonía con una mirada íntima y el rigor estético. Lo épico en Arturo es el canto de un pueblo a través de la evocación. No se trata de la ramplona e hímnica exaltación de héroes, personajes y productos típicos de un pueblo, siempre en oposición con otros pueblos, otros héroes, personajes y productos. Sencillamente, Arturo invoca un pasado que ha vivido y lo eterniza en la fantasía, no en la historia.
Amo La Noche
No la noche que arrullan las ramas
y balsámica con olor de manzanas,
con el efluvio de la flor del naranjo;
oh, no la noche campesina
de piel húmeda y tibia y sana;
no la noche de Tirso Jiménez
que canta canciones de espigas
y muchachas doradas entre espigas;
no la noche de Max Caparroja,
en el valle de la estrella más sola
cuando un viento malo sopla sobre las granjas
entre ráfagas de palomas moradas;
no la noche que lame las yerbas;
no la noche de brisa larga,
hojas secas que nunca caen,
y el engaño de las últimas ramas
rumiando un mar de lejanos relámpagos;
no la noche de las aguas melódicas
volteando las hablas de la aldea;
no la noche de musgo y del suave
regazo de hierbas tibias de una mozuela;
yo amo la noche de las ciudades.
Yo amo la noche que se embelesa
en su danza de luces mágicas,
y no se acuerda de los silencios
vegetales que roen los insectos;
yo amo la noche de los cristales
en la que apenas se oye si agita
el corazón sus alas azules;
y no es la noche sin cantares
la que amo yo, la noche tácita
que habla en los bosques en voz baja,
o entra a las aldeas y mata.
Yo amo la noche sin estrellas
altas; la noche en que la brumosa
ciudad cruzada de cordajes,
me es una grande, dócil guitarra.
Allí donde dulcemente respira
un perfil cercano y distante
al que canto entre sus espejos,
sus sedas y sus presagios:
valle aromado, dátiles de seda;
cuando hay un rincón de silencio
como un jirón de terciopelo
para evocar esos locos viajes
esas partidas traspasadas
por el vaho tibio de los caballos
que alzan sus belfos en el alba.
Yo amo la noche en el cansancio
del bullicio, de las voces, de los chirridos,
en pausa de remotas tempestades, en la dicha
asordinada, a la luz de las lámparas
que son como gavillas húmedas
de estrellas o cálidos recuerdos,
cuando todo el sol de los campos
vibra su luz en las palabras
y la vida vacila temblorosa y ávida
y desgarra su rosa de llamas y lágrimas.
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